viernes, 4 de noviembre de 2011

Un cuento para compartir

La excusa

Y al final me tuvo que pasar. ¿A vos te parece? Mirá que me llamaron de todas formas: insensible, turro, inhumano, malo, hijo de puta. ¡De todo me dijeron! Y María, ¿te acordás de María? Linda era esa mina. Universitaria, la única en mi vida. Me dijo RACIONAL. Se enojó diciéndome RACIONAL, todo porque le dije que entendía que era más importante su carrera que yo. Mirá que me pasaron cosas. Cuando me quedé sin laburo. ¿Quién me dio una mano ahí? Vos, nada más que vos. ¿Y me viste llorar? ¡Ni una lágrima! Te lo juro, ni una. Ni cuando estaba solo en casa. Después se fue Vicente. Estuvimos juntos todo el tiempo. Escuchamos mil y una boludeces. Porque para nosotros Vicente era un ídolo, pero realmente era un terrible hijo de puta. La puso donde pudo; cagó a Dios y a María santísima; mientras sus pibes eran chicos los veía dos o tres veces al mes; le afanaba el deportivo al diario del bar. ¡Qué se yo! Hizo las mil y una, como te decía. Pero nosotros lo amábamos. Y se fue sin que yo tirara una lágrima. No es que no lo sufriera, pero no me salían.

Está bien que éramos más jóvenes. Bah, éramos jóvenes. Pensábamos que todo se solucionaba con el tiempo.

¿Con las minas?, me dejaron todas. Claudia, esa me hizo de todo, me colgaba el saco en la frente por esa turra. Sin embargo, un día se fue y nada. Vos sabés lo que sufrí. Y nada, ni una lágrima.

Mi viejo. Estábamos juntos en el reparto cuando ya él era viejo y yo estaba por arrimar ahí. Se podría decir que ni sus años ni los míos afectaban el primer laburo que hacíamos juntos. Hasta parecía feliz, fue la época en la que más me reía. ¡Y al idiota se le ocurre morirse así, de golpe, de la nada! Ni lo velamos al viejo. Al otro día vendí el reparto y ni una lágrima, nada. Ni por mi viejo ni por el reparto.

Ana se fue a vivir a España. La nena con ese otro sátrapa se van a vivir a Europa. Está bien que estaba la madre allá. ¿Qué le iba a reprochar? ¿Qué en el momento donde ella más la necesitaba se fue a España a cumplir “el sueño de su vida”? ¿Qué conoció a ese francés puto y culto y se cagó en ella y en mí? ¿Qué le iba a decir? Allá parece que es todo más lindo. Te la meten con alambre de púas pero después te pagan un seguro de sangrado. ¡Qué se yo! La verdad que no entiendo nada de eso, pero parece que para ellas fue mejor. La fui a buscar a la casa, la acompañé a Ezeiza. Se fue. Ni una lágrima.

La otra semana vino Daniel, ese amigo de Ana que me quería mucho, y me trajo un “meil” avisándome que iba a ser abuelo. No entendía nada. Me da la carta, sin sobre y me felicita antes de que yo me enterara de lo que decía. Ana dice que hasta que yo no aprenda a usar la computadora no me llama, porque desde allá es caro y que yo soy un rata que no tengo ni para el pan. Así que no hay Ana para rato. Decí que este pibe Daniel de vez en cuando me trae uno de esos “meil” y de algo me entero. Te contaba lo de Ana porque me encantó, me emocioné, toda la flauta, pero ni una lágrima tiré, ni una.

El otro día mi hermana me dijo que los hijos del marido necesitaban la casa que me prestan. Tengo un mes para conseguir un lugar donde llevar esta humanidad a otro lugar. Pensé en Ana, en mi hermana, hasta en el puto francés pensé. Me fui a hablar a la municipalidad para ver si tenían algún lugar para darme, un pensión, algo. Me contestaron que tenían que ver si se podía. ¿Sabés a dónde me mandaron? A la cana, para demostrar que no tengo nada. Volví a la que todavía es mi casa y me senté a tomar mate. Miré el techo, las paredes, la mesa. La verdad que los hijos de mi cuñado no tienen que darme nada a mí. La boluda fue mi hermana que se casó con un tipo con hijos y no tuvo ninguno propio. Si fuera de mis sobrinos quizá me la dejaban un poco más en vez de alquilarla. Pero, te decía, me senté, miré todo y nada más. Empecé a acomodar cosas, guardé alguna que otra foto que había por ahí, la de Ana, la de mi viejo, la del camión de reparto. Ni una lágrima che, ni una.

Hasta que a este chancho le llegó su San Martín.

Anoche prendí la tele y me puse a ver el partido. Estaba seguro de que era un empate o un triunfo ajustado. A los cinco minutos nos meten uno. ¡La puta! Dije; y pensé que faltaba mucho, que habíamos dado vuelta partidos más jodidos, y todo eso que uno se dice para darse ánimo. Al rato otro, un golazo de aquellos. Seguí optimista. Casi al terminar nos meten otro. Puse el agua y aseguré que en los otros cuarenta y cinco empatábamos y listo.

Dos más nos metieron. No pude gritar ni uno.

Me di cuenta en ese momento que Vélez era como mi viejo; que cuando llegaba el momento de ver jugar a los pibes me daba alegría y que me importaban un carajo María, Vicente, Claudia, Ana y todo lo demás.

Y al final me tuvo que pasar. ¿Sabés qué?, cuando terminó el partido, apagué la tele. Y lloré. Lloré tanto que me dolían los ojos. La falta de costumbre será, me dije.


Jorge Luis Narducci

Lomas del Mirador; 2 de abril de 2010