martes, 4 de junio de 2013

¿Saber o no saber?

La hora, 16:35. Es importante la hora porque en esta ciudad quince minutos antes los niños salen de la escuela de jornada completa. Los colectivos desbordan de las últimas palabras escolares y las primeras voces familiares. Subo a uno y me siento. Detrás de mí un niño le habla a una voz femenina, ronca. La ronquera le quita la edad a la voz. No notaba si hablaba con su posible abuela o madre. Se entusiasma y comienza a contar que le habían leído una fábula. Cuenta algo así. Una gallina había puesto un huevo y otro animal se lo había robado. El ladrón notaba que el pollito nacía y le daba pena. La madre gallina sufre y el pollito no. Inicialmente ve en su captor una especie de madre sustituta. Todo bien hasta que el pollito comienza a llorar pidiendo comida. La sustituta madre se desespera y, a escondidas, deja al pollito en su nido materno. Dudo del origen fabulezco de la historia, supongo que es una versión moderna de algún cuento tradicional y que, acomodado a los nuevos argumentos, evita el final traumático: el pollito es mejor comida que un huevo. Trato de suponer la moraleja típica del género y no la encuentro. En eso estoy cuando el niño pregunta a la voz ronca “¿Te das cuenta, es un cuento policial?” Abandono la infructuosa búsqueda de la moraleja y comienzo a escuchar la charla. “El robo del huevo es el caso” afirma el niño. Comienzo a suponer que la voz infantil es de unos once años. “En lugar de haber un detective el ladrón se arrepiente” “Guardá la SUBE que se te va a caer, boludo” interrumpe la voz ronca. Descarto que sea una abuela. El relato sigue. “El robo es menos que lo que devuelve: se lleva un huevo y trae un hijo”. Saco a pasear el yo freudiano que todos llevamos dentro y creo entender que el niño valora mucho ser “hijo” “¿Y qué dijo Sergio?” interrumpió la garganta arenosa. “Para él era una fábula ma’, pero...” intenta seguir el niño. No sé quién es Sergio, pero ya supe que la voz perturbadora era de la madre. “¿Te devolvieron la prueba?” lo interrumpe. “Sí, me fue bien” “A verla”. Desaparece el cuento policial. Y la fábula. Se produce un silencio que me hace suponer que el alumno busca la prueba en su mochila para  mostrársela a la madre. “Estaba con ve corta. Sos un burro. No sé cómo pasaste de grado”. Se mueren la gallina, el pollito, el ladrón, la fábula y un poco de mí.
Siento un tirón en el asiento lo que me hace suponer que se están levantando. Pasa la madre, pasa el pollito, serio, con la mochila a medio cerrar y la hoja que habla de la estupidez arrugada en la mano..
Esopo se retuerce y piensa si la libertad adquirida por su posibilidad de inventar historias valió la pena ante esta escena.
¿Cuál es el valor del saber que reciben los niños? ¿Qué habrá dicho la madre de Sergio cuando le contó que para él era una fábula? ¿Qué hubiera dicho esta garganta arenosa si al Pollito no se le antojaba el cuento policial (bien antojado, por otra parte)? ¡Ojalá que Sergio no fuera el maestro! En minutos la reelaboración de este lector fue sepultada por siglos de concepciones educativas. ¿Qué es saber para algunos? Un niño que da más valor a un hijo que a un huevo, que descubre en una ya ridícula fábula un cuento policial, que a pesar de todo lo que ya habrá recibido puede tener estas discusiones, para ese saber familiar es un “boludo” que tenía que repetir el grado. ¿Qué habrá aprendido este niño con esta situación? Cuánto lamento saber el nombre del otro que dijo “fábula” y no de éste que la cuestionó.

Jorge  L. Narducci
Lomas del mirador, 4 de junio de 2013