sábado, 1 de febrero de 2014

Un cuento en enero

Lo cotidiano

-Una cruz de plata, un rosario de plástico, una medalla de la Virgen de Luján...
Mientras iba sacando de la bolsa los objetos y los nombraba el niño seguía el trayecto una y otra vez. La voz ronca del hombre que acompañaba el recorrido hasta una improvisada mesa hecha de rodillas y un trozo de madera sonaba bajo la mirada atenta del padre. Pocas veces abandonó el vaivén, un par de veces. Fueron las dos miradas que le echó a su tía, a los ojos se su tía, que también miraban, pendulantes, el trayecto.
-Son porquerías que no valen nada- terminó diciendo al sacar la última de las reliquias de la abuela
- Algo deben valer . supuso el padre.
- Un kilo de pan y una leche
- y una harina- completó el padre
- Bueno, lleve.
Mientras el hombre juntaba los restos de la fe de la abuela como si fueran migas en la mesa el padre se sirvió la paga. El niño no dejó de observar a ninguno de los adultos que le servían de molde. Apenas vio la harina en la bolsa se acercó a la tía. La abrazó desde atrás y se asomó de costado para ver llegar al padre. Sus ojos veían ahora la bolsa, tras ella al padre y más atrás al hombre..
- Sesenta años juntando estas mierdas para que nos sirvan para esta porquería - dijo inmediatamente a su hermana apenas puso un pie en la calle.
- Para ella eran importantes, todos los días las miraba, las tocaba, les decía cosas.
- Mierda les decía, años de miseria para ella, para nosotros y para este pendejo, y para todos los que vengan.
El silencio fue profundo durante el camino del pueblo hasta la casa. No fueron palabras las que lo rompieron. Una cacerola de aluminio contuvo la leche que se calentó en una brasa eternamente encendida. El pan se hizo rodajas. El niño se sentó a esperar en silencio lo que venía: la leche, las rodajas y el padre.
- Al menos va a haber más lugar. Mañana voy al pueblo, le vendo la ropa y ya está-dijo mientras metía en la misma bolsa de las reliquias un montón de tela-. No hay nada más de la vieja, solo la pobreza, la inmunda pobreza que te regaló a vos, a mí, al pendejo. Eso no se lo vendemos a nadie.
- El colchón le va a servir al Toni para que duerma cómodo.
- Que lo use hasta que se lo lleven las ratas.
- ¡Es tu hijo!
- Si no hay madre no hay hijo, y este pendejo no tiene madre, así que no es hijo de nadie.
El niño tomaba la leche y comía las rodajas sin dejar de mirar la tormenta, su techo ya se había volado hacía mucho y nada le hacía temer. Las tormentas eran su día, no se asustaba porque nada era distinto. Cuando murió la abuela él estaba en el colchón con ella. Jugó con sus dedos muertos hasta que la tía gritó y lloró y lo alzó. Vio al padre sacar el cuerpo, cavar el foso, tirar el cadáver y taparlo. “A esta ni una cruz le pongo. Que se mezcle con el resto de la tierra y no sea nada. Igual que nosotros”, escuchó decir.
Se acabaron las rodajas, la leche y los gritos.
La noche despertó al silencio y todo fue igual que siempre. Faltaban los ronquidos de la abuela pero tenía más lugar para dormir. Cuando despertó no estaba la ropa ni el padre. Sí había rodajas y leche. Sabía que nadie hablaría hasta la llegada del padre.
“Hijo de puta el viejo ese. No me quería dar nada. Apenas vacié la bolsa me dijo que guardara todo, que no me iba a dar nada.” Fue lo primero que escuchó, pero vio que traía la bolsa vacía y más pan y leche que el día anterior. También vio una mancha de sangre en la camisa que se iba afinando hasta llegar al pantalón. “Viejo hijo de puta, reventaste pero yo no voy a reventar” volvió a hablar el padre. La tía se acercó y quiso tocar la herida. No la dejó.
El niño vio como el padre se desnudaba y le daba la ropa y la bolsa a la tía, “lavá todo, de mí me encargo yo” le dijo. La sangre abandonó la tela y el agua fue una mezcla de rojo y negro. La ropa y la bolsa estiradas en unas piedras comenzaron a secarse.
El niño fue junto al padre, algo raro sucedía, se acercó, lo tocó y no sintió ningún rechazo, ningún insulto. Comenzó a jugar con los dedos de una mano que nunca había podido tocar. La tía volvió a gritar, a llorar y a alzarlo.
Esta vez fue la mujer la que cavó el foso. El niño sentado en la tierra volvió a ver la escena, el cuerpo desnudo y manchado del padre era lo distinto, la pala y el sudor, iguales. Esta vez nadie dijo nada al terminar.
Comieron leche y rodajas en la cena. La noche ya no tenía ni los ronquidos de la abuela ni los gritos del padre. Se durmieron. Cada uno en un colchón. La mujer exhausta.
La mañana no perturbó el sueño de la tía, sí el del niño que calentó la leche y cortó el pan.
Cuando terminó el desayuno fue hacia las piedras, colocó la ropa del padre en la bolsa y fue rumbo al pueblo.

Jorge Narducci

Lomas del Mirador, 30 de enero de 2014